Entonces llega ese día en el que te rompes, o al menos, eso parece. Ya no escuchas ese latir irregular que antes te acompañaba. Ya no. Sabes que no volverá, un corazón roto es irreparable.
Respirar es lo que demuestra que sigues adelante. Lo sabes porque duele. Cada exhalación y cada espiración quema. Dolor constante que te obliga a seguir. Dentro, fuera. Dolor. fuera, dentro. Más dolor.
La locura empieza a hacerse visible en tu mirada. Tus pupilas permanecen todo el día dilatadas, producto de un miedo jamás pronunciado. Hace tiempo que tus iris no se dejan ver como antaño. Hace demasiado tiempo que convives con la rojez de tus ojos.
Has perdido la partida, era la última, por lo que también has perdido el juego. Lo llamas así pero sabes que para ti no era solo un juego. No lo era. Era algo mucho más importante que eso, lo era todo, cada latido, cada sonrisa, cada suspiro y cada palabra jamás pronunciada. Has perdido todo.
Tienes los labios comidos, rotos como todo tu ser, producto de las largas noches sin dormir evitando gritar. Por esas numerosas ocasiones en las que tienes miedo y te los muerdes.
Entonces, cuando el dolor se intensifica, te escapas lejos de todos, te escondes en algún rincón y permites a tus piernas flojear, dejas que poco a poco el mundo te supere y que su peso te hunda en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas y temblando. Las lágrimas afloran, no hay vuelta atrás, ya no puedes parar. Un último susurro:
-Esto no era lo que un día nos prometimos... Y la pena te supera. Te hundes en la miseria.